martes, 21 de marzo de 2017

La voluntad de Dios se parece a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, por la alegría, fue y lo vendió todo para comprar aquel campo

no por voluntarismo, ni por convicción, ni por resignación, ni por aquello de «el deber ante todo, el deber siempre», sino «por la alegría», por el mismo gozo secreto de saberse en posesión de algo valioso que hacía decir a Jesús: «Yo tengo un alimento que vosotros no conocéis: hacer la voluntad de mi Padre» (Jn 4,34). Un alimento, es decir, algo que produce fruición y vitalidad y crecimiento y plenitud. Y alegría.


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